A veces los triunfadores no son aquellos a los que todo el mundo
aplaude y reconoce. No son los que construyeron grandes obras, dejaron
constancia de su liderazgo o viajaron, en primera clase.
A veces los triunfadores no son los administradores geniales, ni los
visionarios del futuro, o los grandes emprendedores. Por ello, tal vez
no los reconoceríamos en medio de tanto pensador, filósofo o tecnólogo,
que supuestamente conducen a este mundo por la senda del progreso.
A veces el triunfador no es el negociador internacional, o el hacedor
de empresas de clase mundial o el deslumbrante estadista que asiste a
reuniones cumbre. No es el que se afana por exportar mucho, sino el que
todavía se importa a sí mismo.
Porque el triunfador puede ser también el
que calladamente lucha por la justicia, aunque no sea un gran orador o
un brillante diplomático.
El triunfador puede ser igualmente el que venció la ambición desmedida y no fue seducido por la vanidad o el poder.
Es triunfador el que no obstante que no viajó mucho al extranjero,
con frecuencia hizo travesías hacia el interior de sí mismo para
dimensionar las posibilidades de su corazón. Es el que quizás nunca alzó
soberbio su mano en el podium de los vencedores, pero triunfó
calladamente en su familia y con sus amigos y los cercanos a su alma.
Es, quizá, el que nunca apareció en las páginas de los periódicos,
pero sí en el diario de Dios; el que no recibió reconocimientos, pero
siempre obtuvo el de los suyos; el que nunca escribió libros, pero sí
cartas de amor a sus hijos y el que pensó en redimir a su país a través
de la asfixiante aventura de su trabajo común y rutinario y aquel que
prefirió la sombra, porque, finalmente, es tan importante como la luz.
A veces el triunfador no es el que tiene una esplendorosa oficina, ni
una secretaria ejecutiva, ni posee tres maestrías; no hace planeación
estratégica ni elabora reportes o evalúa proyectos, pero su vida tiene
un sentido, hace planes con su familia, tiene tiempo para sus hijos y
encuentra fascinante disfrutar de la hermosa danza de la vida.
A veces el triunfador no es el pasa a la historia, sino el que hace
posible la historia; el que encuentra gratificante convencer y no sólo
vencer y el que de una manera apacible y decidida lucha por hacer de
este mundo un mejor lugar para vivir. Es el que sabe que aunque sólo
vivirá una vez, si lo hace con maestría, con una vez le bastará.
A veces el triunfador no tiene que ser el que construyó grandes
andamiajes y estructuras administrativas, pero supo cómo construir un
hogar; no es el que tiene un celular, pero platica con sus hijos, no
tiene correo electrónico, pero conoce y saluda a sus vecinos, no ha ido
al espacio exterior, pero es capaz de ir hacia su espacio interior y sin
haber realizado grandes obras arquitectónicas, supo construirse a sí
mismo y fue, como dice el poeta, el cómplice de su
propio destino.
A veces el triunfador suele ser Teresa de Calcuta, o Francisco de
Asís o Nelson Mandela, o tal vez la enfermera callada, el obrero
sencillo y el campesino olvidado, porque como personas triunfaron sobre
la apatía o el desencanto y con su esfuerzo cotidiano establecieron la
diferencia.
A veces el triunfador puede ser el carpintero pobre de un lugar
ignorado, o una mujer sencilla de pueblo o un niño humilde que nació en
un pesebre, porque no había para él lugar en la posada...
Autor: Rubén Núñez
Sigue leyendo
Mostrando entradas con la etiqueta prójimo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta prójimo. Mostrar todas las entradas
viernes, 11 de enero de 2013
lunes, 10 de septiembre de 2012
De nuevo, sobre el pecado
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Hace falta, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta.
No resulta fácil hablar del pecado. Primero, porque personalmente a nadie le gusta encararse con esta realidad. Segundo, porque provoca extrañeza tocar el argumento en ambientes donde el pecado es visto como un residuo de culturas ya superadas.
Nos cuesta, sí, en lo personal, hablar del pecado. Si hemos fallado a una promesa, si el egoísmo nos encerró en un capricho deshonesto, si dejamos abandonado al necesitado, con facilidad inventamos excusas que "borren" nuestro pecado.
"Estaba cansado... No era para tanto... En el mundo en el que vivimos no podemos ser perfectos... No siempre tengo que ser yo quien tienda una mano... Me encontraba en un momento muy tenso y me permití aquello como desahogo..."
Pero las muchas excusas que pasan por la cabeza no son suficientes para eliminar esa voz interior que nos susurra, respetuosamente, que hemos actuado mal, que hemos pecado.
Hace falta, en lo personal, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta. Sólo desde una actitud de sinceridad y desde la grandeza de alma podremos decir, sin excusas falsas: he pecado, he fallado ante Dios y ante mis hermanos.
Palpamos, además, que en muchos ambientes la gente ha cerrado los ojos y el corazón ante la idea del pecado. Psicólogos y sociólogos, filósofos y pensadores, literatos y personas “de la calle”, rechazan cualquier idea de pecado como obsoleta o incluso dañina.
Por eso explican las acciones ajenas (además de las propias) desde teorías más o menos articuladas. Algunos explican todo lo que hacemos o dejamos de hacer con la educación recibida en casa, en la escuela o en el grupo. Otros ven como origen de nuestros actos las fuerzas interiores de la propia psicología. Otros simplemente niegan la libertad y consideran que cada comportamiento humano está controlado por el destino, por las neuronas o por férreas "leyes de la naturaleza".
En esas perspectivas, no es posible negar que existen actos que causan rechazo y que son condenados. Pero incluso la condena queda explicada simplemente por el disgusto que esos actos provocan en algunos, sin que haya que calificarlos con una palabra, "pecado", que consideran fuera de lugar en un mundo moderno y maduro.
Las negaciones de uno mismo o de otros no pueden suprimir la realidad profunda del pecado, de ese acto que realizamos, con un conocimiento claro y con una aceptación plena, contra el amor. Porque en el fondo del pecado hay, como ya explicaba san Agustín, un rechazo a Dios y una opción extraña y egoísta por uno mismo. Es decir, el pecado nos aparta del núcleo más hermoso de toda existencia humana, porque nos impide amar a Dios y entregarnos sanamente a los hermanos.
Hace falta tener valor para recordar lo que es el pecado. Sólo entonces comprenderemos por qué Cristo vino al mundo y por qué murió en un Calvario. Manifestó, de esa manera, lo grave que es el pecado, al mismo tiempo que reveló esa verdad que da sentido a toda la existencia humana: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17).
Cuando reconocemos, sencilla y honestamente, que hemos pecado, estamos listos para dar los siguientes pasos: pedir perdón, acoger la misericordia en el sacramento de la confesión, reparar el daño cometido, y empezar a vivir llenos de gratitud desde el abrazo que nos llega de un Dios cercano y misericordioso. Sigue leyendo
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Hace falta, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta.
No resulta fácil hablar del pecado. Primero, porque personalmente a nadie le gusta encararse con esta realidad. Segundo, porque provoca extrañeza tocar el argumento en ambientes donde el pecado es visto como un residuo de culturas ya superadas.
Nos cuesta, sí, en lo personal, hablar del pecado. Si hemos fallado a una promesa, si el egoísmo nos encerró en un capricho deshonesto, si dejamos abandonado al necesitado, con facilidad inventamos excusas que "borren" nuestro pecado.
"Estaba cansado... No era para tanto... En el mundo en el que vivimos no podemos ser perfectos... No siempre tengo que ser yo quien tienda una mano... Me encontraba en un momento muy tenso y me permití aquello como desahogo..."
Pero las muchas excusas que pasan por la cabeza no son suficientes para eliminar esa voz interior que nos susurra, respetuosamente, que hemos actuado mal, que hemos pecado.
Hace falta, en lo personal, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta. Sólo desde una actitud de sinceridad y desde la grandeza de alma podremos decir, sin excusas falsas: he pecado, he fallado ante Dios y ante mis hermanos.
Palpamos, además, que en muchos ambientes la gente ha cerrado los ojos y el corazón ante la idea del pecado. Psicólogos y sociólogos, filósofos y pensadores, literatos y personas “de la calle”, rechazan cualquier idea de pecado como obsoleta o incluso dañina.
Por eso explican las acciones ajenas (además de las propias) desde teorías más o menos articuladas. Algunos explican todo lo que hacemos o dejamos de hacer con la educación recibida en casa, en la escuela o en el grupo. Otros ven como origen de nuestros actos las fuerzas interiores de la propia psicología. Otros simplemente niegan la libertad y consideran que cada comportamiento humano está controlado por el destino, por las neuronas o por férreas "leyes de la naturaleza".
En esas perspectivas, no es posible negar que existen actos que causan rechazo y que son condenados. Pero incluso la condena queda explicada simplemente por el disgusto que esos actos provocan en algunos, sin que haya que calificarlos con una palabra, "pecado", que consideran fuera de lugar en un mundo moderno y maduro.
Las negaciones de uno mismo o de otros no pueden suprimir la realidad profunda del pecado, de ese acto que realizamos, con un conocimiento claro y con una aceptación plena, contra el amor. Porque en el fondo del pecado hay, como ya explicaba san Agustín, un rechazo a Dios y una opción extraña y egoísta por uno mismo. Es decir, el pecado nos aparta del núcleo más hermoso de toda existencia humana, porque nos impide amar a Dios y entregarnos sanamente a los hermanos.
Hace falta tener valor para recordar lo que es el pecado. Sólo entonces comprenderemos por qué Cristo vino al mundo y por qué murió en un Calvario. Manifestó, de esa manera, lo grave que es el pecado, al mismo tiempo que reveló esa verdad que da sentido a toda la existencia humana: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17).
Cuando reconocemos, sencilla y honestamente, que hemos pecado, estamos listos para dar los siguientes pasos: pedir perdón, acoger la misericordia en el sacramento de la confesión, reparar el daño cometido, y empezar a vivir llenos de gratitud desde el abrazo que nos llega de un Dios cercano y misericordioso. Sigue leyendo
Suscribirse a:
Entradas (Atom)