De nuevo, sobre el pecado
Autor: P. Fernando Pascual LC
| Fuente: Catholic.net
Hace falta, tener valor para llamar las cosas por su nombre y para reconocer la propia falta.
No resulta fácil hablar del pecado. Primero, porque personalmente a
nadie le gusta encararse con esta realidad. Segundo, porque provoca
extrañeza tocar el argumento en ambientes donde el pecado es
visto como un residuo de culturas ya superadas.
Nos cuesta, sí,
en lo personal, hablar del pecado. Si hemos fallado a
una promesa, si el egoísmo nos encerró en un capricho
deshonesto, si dejamos abandonado al necesitado, con facilidad inventamos excusas
que "borren" nuestro pecado.
"Estaba cansado... No era para tanto... En
el mundo en el que vivimos no podemos ser perfectos...
No siempre tengo que ser yo quien tienda una mano...
Me encontraba en un momento muy tenso y me permití
aquello como desahogo..."
Pero las muchas excusas que pasan por la
cabeza no son suficientes para eliminar esa voz interior que
nos susurra, respetuosamente, que hemos actuado mal, que hemos pecado.
Hace
falta, en lo personal, tener valor para llamar las cosas
por su nombre y para reconocer la propia falta. Sólo
desde una actitud de sinceridad y desde la grandeza de
alma podremos decir, sin excusas falsas: he pecado, he fallado
ante Dios y ante mis hermanos.
Palpamos, además, que en muchos
ambientes la gente ha cerrado los ojos y el corazón
ante la idea del pecado. Psicólogos y sociólogos, filósofos y
pensadores, literatos y personas “de la calle”, rechazan cualquier idea
de pecado como obsoleta o incluso dañina.
Por eso explican las
acciones ajenas (además de las propias) desde teorías más o
menos articuladas. Algunos explican todo lo que hacemos o dejamos
de hacer con la educación recibida en casa, en la
escuela o en el grupo. Otros ven como origen de
nuestros actos las fuerzas interiores de la propia psicología. Otros
simplemente niegan la libertad y consideran que cada comportamiento humano
está controlado por el destino, por las neuronas o por
férreas "leyes de la naturaleza".
En esas perspectivas, no es posible
negar que existen actos que causan rechazo y que son
condenados. Pero incluso la condena queda explicada simplemente por el
disgusto que esos actos provocan en algunos, sin que haya
que calificarlos con una palabra, "pecado", que consideran fuera de
lugar en un mundo moderno y maduro.
Las negaciones de uno
mismo o de otros no pueden suprimir la realidad profunda
del pecado, de ese acto que realizamos, con un conocimiento
claro y con una aceptación plena, contra el amor. Porque
en el fondo del pecado hay, como ya explicaba san
Agustín, un rechazo a Dios y una opción extraña y
egoísta por uno mismo. Es decir, el pecado nos aparta
del núcleo más hermoso de toda existencia humana, porque nos
impide amar a Dios y entregarnos sanamente a los hermanos.
Hace
falta tener valor para recordar lo que es el pecado.
Sólo entonces comprenderemos por qué Cristo vino al mundo y
por qué murió en un Calvario. Manifestó, de esa manera,
lo grave que es el pecado, al mismo tiempo que
reveló esa verdad que da sentido a toda la existencia
humana: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo único, para que todo el que crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios
no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo se salve por
él" (Jn 3,16-17).
Cuando reconocemos, sencilla y honestamente, que hemos pecado,
estamos listos para dar los siguientes pasos: pedir perdón, acoger
la misericordia en el sacramento de la confesión, reparar el
daño cometido, y empezar a vivir llenos de gratitud desde
el abrazo que nos llega de un Dios cercano y
misericordioso.
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