Ser prójimo o hacerse prójimo: esa es la cuestión. Jesucristo ha querido decirnos que el cristiano no nace prójimo, se hace prójimo. Con Cristo la hermandad rompe las murallas que la historia, la tradición y las costumbres pueden haber impuesto.
Autor: Jesús David Munoz, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores
«¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29). Fue una pregunta maliciosa que dio origen a una de las parábolas más bellas que nos narra san Lucas en su evangelio.
El relato habla de un hombre cualquiera, seguramente un judío que bajaba de Jerusalén a Jericó después de una visita a la ciudad. La desgracia le sobrevino cuando una banda de malhechores lo asaltó y se fueron dejándolo medio muerto.
Dos hombres, un levita y un sacerdote, pasaron por allí. Se acercan con curiosidad a ver qué pasa con aquel hombre que yace desmayado en el suelo. Después de observar y dar un rodeo se alejan. ¿Por qué se van? Porque no tienen nada para ayudar a aquel pobre infeliz. ¿Para qué meterse en líos si tal vez ya está muerto?
Eran hombres de alcurnia, que salieron de su residencia aquel día sin imaginarse que en el camino se podrían encontrar en una situación así. Dentro de sus planes no estaba encontrar personas necesitadas, y por eso se vinieron ligeros y sin equipaje.
A la parábola se añade un cuarto personaje. Un samaritano que iba de viaje, un no-judío; uno que no debía pararse a atender a su antagonista religioso, uno que no estaba obligado a nada con aquel desgraciado; uno que no era “prójimo” según los criterios humanos de la época.
¡Qué sorpresa! Aquel hombre extranjero y sin compromiso alguno con el desvalido, parece que había salido de su casa con la única finalidad de atender a este desdichado. Lleva todo consigo: vendas, aceite, cabalgadura, dinero y, sobre todo, un corazón desembarazado y sin fronteras de raza, religión y costumbres. Es de esta manera como comienza una auténtica revolución protagonizada por el cristianismo y que ha cambiado por completo el mundo.
Ser prójimo o hacerse prójimo: esa es la cuestión. Jesucristo ha querido decirnos que el cristiano no nace prójimo, se hace prójimo. Con Cristo la hermandad rompe las murallas que la historia, la tradición y las costumbres pueden haber impuesto. La pregunta no es ya ¿con quién tengo la obligación de vivir la caridad y tratarlo como mi hermano?, sino ¿cuánto estoy dispuesto yo a hacerme prójimo de cualquier persona que se cruza en mi camino necesitada de mí?
La caridad ahora no conoce diferencia entre palestino y judío, entre norcoreano y surcoreano, entre oriental y occidental, entre republicano y demócrata, entre inmigrante y ciudadano...
Si cualquier persona puede ser mi prójimo, no puedo darme el lujo de ir ahora por la vida con las manos vacías ocupado en mi proyecto y en mi itinerario. La vida no es un paseo para estar viendo el paisaje y canturrear mientras hay muchos que yacen al borde del camino, despojados de su dignidad y heridos por la miseria y el pecado. De un cristiano se pide que vaya equipado, sobre todo de un corazón magnánimo y generoso abierto a escuchar el grito del que gime pidiendo ayuda.
Con Cristo la caridad no es una obligación jurídica ni una simple norma de cortesía y protocolo. Depende de mi generosidad, en la medida en la que esté dispuesto a dejar mi cabalgadura para llegar a decir: lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso (cf. Lc 10,35). Depende de la apertura de mi alma para aceptar la invitación del Maestro: «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10,37).
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