miércoles, 18 de mayo de 2011

¿FANÁTICO?... NO, TAN SÓLO SOY CATÓLICO



Durante una reunión social, me dijeron que soy un fanático.

Francamente, mi primera reacción ¿casi tentación? hubiera sido de protesta y enojo. En mi léxico personal, como en el de muchas personas, la palabra fanático abarca una serie de conceptos que van de la gama de lo irracional a la de la violencia.

¿Me había exasperado ante una opinión contraria? No, había estado de lo más tranquilo. ¿Había gritado o ridiculizado a alguien? Menos, además de no ser caritativo. ¿Había decidido defender a ultranza a algún político, equipo de fútbol o propuesto alguna violencia? Nada de eso.


Uds. juzguen: sencillamente lo que expresé, en diversos momentos de la reunión, fue una serie de puntos de vista, no muy originales por cierto:

Que el matrimonio es para toda la vida.
Que las relaciones fuera del matrimonio están mal.
Que la vida es sagrada y el aborto es un asesinato aún en caso de violación.
Que la homosexualidad es un desorden moral grave y dista mucho de ser normal.

Como les decía, ideas no muy originales pues todas ellas se encuentran en el Catecismo de la Iglesia Católica. Consideraciones que la Iglesia y los católicos han mantenido durante siglos.

Lo curioso es que no me encontraba en una reunión de librepensadores u otro tipo de aquelarre bohemio. Se encontraban muchos católicos y algunos de más de una misa de domingo. ¿Qué es lo que había pasado entonces?

Algo muy sencillo y preocupante: los católicos se van mimetizando con una sociedad secularizada, la cual va minando sutil pero inexorablemente su fe hasta amoldarla a una especie de buenas costumbres sociales. Y como la sociedad se encuentra en un desvarío donde cada uno tiene su opinión, ellos, irresponsablemente, van perdiendo su identidad católica hasta terminar creyendo que ser católico es más un compromiso con las buenas costumbres de la sociedad que con el Dios de Jesucristo.

Por eso ya no reconocen lo que significa ser católico.

Por eso cuando expresé mi manera de ver la realidad las reacciones fueron varias. Algunos apuraron lo que estaban bebiendo. Otro hizo un gesto de disgusto y una pareja me dijo (ellos sí levantando la voz): ¡eres un fanático!, con el mismo tono que hubieran empleado para referirse a que era un grosero o un enfermo sexual.

Los miré un poco sorprendidos y les dije tranquilamente: ¿Fanático?... no, tan sólo católico.

Autor: Andrés Tapia Arbulú
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domingo, 24 de abril de 2011

Jessica Council: de la muerte a la vida


Autor: Juan Antonio Ruiz J., L.C. | Fuente: www.buenas-noticias.org
Jessica Council: de la muerte a la vida
Jessica Council ha demostrado cómo, de su muerte –heroica, generosa, materna–, ha brotado la vida en todo su esplendor.



Jessica Council sintió las primeras molestias en la garganta en agosto del año pasado. Fue a ver el médico. Tras revisar dos veces a su paciente, declaró que no había por qué alarmarse. Pero el 22 de noviembre tuvo que ingresar al hospital por insuficiencia respiratoria. Al día siguiente, los médicos le dieron dos noticias: tenía cáncer y estaba esperando un hijo.

Mientras su esposo Clint experimentó «todas las emociones que puedas imaginarte… excepto gozo», la reacción de Jessica fue de «una mezcla de miedo y sorpresa», pensando que la amenaza recaía también en el bebé que estaba esperando.

El 25 de noviembre el hospital ofreció a la pareja la posibilidad de abortar, pero «nunca fue una opción. Eso es como el blanco y el negro». Pero ¿y los tratamientos para el cáncer? Jessica se giró hacia Clint y se negó en rotundo aceptar la quimioterapia.

Los días pasaban y en el tercer trimestre los doctores volvieron a la carga: el niño está ya casi desarrollado, se podría hacer una quimioterapia… Jessica no lo dudó: la vida del niño era más importante.

«Ella sabía que de todas maneras iba a morir –dice Clint–. No me lo confió sino hasta casi el día de su muerte… pero creo que ella lo sabía y que por eso debía darle al bebé todas las posibilidades que ella pudiese». Y aunque probaron otro tipo de métodos menos ofensivos, el cáncer no cejó en su avance.

La noche del 5 de febrero, Jessica se fue a dormir con un fuerte dolor de cabeza y nauseas… y ya no se levantó. Al día siguiente, el hospital dio su veredicto: muerte cerebral.

Y entonces sucedió un pequeño milagro. Los doctores pensaban que Jessica estaba embarazada de 25 semanas, pero tras su muerte comprobaron que el embarazo sólo contaba con veintitrés semanas y media, fecha límite para sacar al bebé y ponerlo en una incubadora. ¿Coincidencia?

«Yo sólo puedo agradecer a Dios por eso, pues Jessica murió justo cuando el bebé pudo vivir fuera de su vientre», dice un emocionado Clint en la entrevista.

Y hablando de Clint, ¿cómo vivió él todo este momento? «Algunas veces es más fácil ser generoso cuando te suceden a ti las cosas, pero es muy difícil serlo cuando pierdes a quien tú más amas […] Y siendo muy sincero, debo decir que durante el primer mes tras la muerte de mi esposa no podía abrir mi Biblia o rezar». No le fue fácil.

Ahora ha superado ya ese paso… pero aún debe llorar más a su mujer. Y, sin embargo, se empieza a ver luz en el camino.

«Amigos míos, Dios debe ser alabado. No dudéis de Dios; no os enojéis con Él por mí. He sido un privilegiado por haber tenido una esposa tan llena de amor al Padre. Alegraos conmigo. Dios ha bendecido a Jessica para llevársela a un lugar de perfecta paz y sin dolor. Debo ser agradecido por el tiempo que estuve con ella más que demostrar ingratitud por las cosas que nunca hicimos juntos».

No sé a ustedes, pero para mí el domingo de Resurrección de este año se me presenta de un color distinto. Jessica Council me ha demostrado cómo, de su muerte –heroica, generosa, materna–, ha brotado la vida en todo su esplendor. No, ella no ha muerto. Vive en los ojos cálidos de su hijo recién nacido; vive en la esperanza inquebrantable de su marido; y, sobre todo, vive, junto con su Señor Resucitado, en la Eternidad.

¡Felices Pascuas de Resurrección!

Con datos de LifeSiteNews, 20 de abril de 2011.
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miércoles, 20 de abril de 2011

Enojados con Dios


El enojo no es sino la manifestación de que lo que está sucediendo nos duele y la mayoría de las veces lo que nos duele tiene mucha razón para que así sea.
Autor: Cipriano Sánchez, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores


¿Quién no se ha sentido enojado con Dios cuando algo no le ha salido bien, cuando su vida se llena de contradicciones, cuando levanta la mirada para decir ¿por qué a mí? ¿Quién no ha sentido hervir su interior cuando tiene ante los ojos la tragedia de los inocentes, o cuando la perversidad humana se desborda? Los seres humanos no siempre tenemos respuestas, o las respuestas que tenemos son muy insuficientes. En todas estas situaciones sentimos un enojo interior que orientamos no solo a las circunstancias, sino también a Dios. Curiosamente esto es algo positivo pues quiere decir que creemos en un Dios bueno, del que no entendemos cómo en su providencia se puede permitir algo malo. Para poder entender a Dios tendríamos que ser Dios, cosa que obviamente no sucede. Sin embargo, hay caminos que podemos intentar recorrer no para solucionar los problemas, sino para buscar el modo de dar un cauce a ese sentimiento de enojo con Dios.

Lo primero es que no nos tiene que extrañar que nos enojemos con Dios. Seríamos de piedra o de hielo si no fuera así. El enojo no es sino la manifestación de que lo que está sucediendo nos duele y la mayoría de las veces lo que nos duele tiene mucha razón para que así sea. Eso no tiene que inquietar nuestra conciencia. Lo que tenemos que saber es qué hacer con ese sentimiento, cómo lo tenemos que canalizar. Por ejemplo, nos tendríamos que preguntar si nosotros podemos hacer algo ante el mal que estamos contemplando y no solo quejarnos o cruzarnos de brazos. Otras veces tendremos que darnos cuenta de que los males son fruto de la libertad humana y no tanto de lo que Dios decide. Esos males Dios sabrá como reconducirlos hacia el bien y nosotros tendremos que hacernos responsables del uso de nuestra libertad. También habrá ocasiones en las que ni podemos hacer nada, ni lo que sucede es fruto de la libertad. ¿Qué pasa cuando se trata de una enfermedad que se lleva a un muchacho joven o a una madre que tiene a su cargo varios hijos? Ahí sí que el misterio es grande. Y aunque tenemos que ser conscientes de que el ser humano es frágil y que nuestra vida es limitada, estas situaciones no dejan de dolernos.

Hay una palabra que a mí no me gusta mucho que es la palabra resignación. Y sin embargo es una palabra con un hondo significado, pues proveniente del latín, significa abrir un sello, y aceptar una contrariedad. Y me gustaron los dos significados. Lo de aceptar la contrariedad, porque es poner mi libertad ante la contrariedad y decidir qué voy a hacer, si permitir que la contrariedad sea más fuerte o que mis convicciones lo sean. Y en segundo lugar, porque atravesar el misterio del dolor es como romper un sello, el sello de lo desconocido, el sello de lo que nunca llegamos a saber bien. Pero ese sello no lo rompemos solos. No lo rompemos con un Dios soluciona problemas, sino con un Dios compañero de problemas. El no nos suelta, nos abraza, y entiende que estemos enojados, y nos quiere más por el hecho de sabernos enojados. Tener a Dios como compañero es tener al lado a quien, en nuestro enojo, nos hace fuertes, porque con él podemos vencer la sin razón del dolor, con la razón del amor.
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lunes, 11 de abril de 2011

Secarse las lágrimas del pasado

Convertirlas en agradecimiento, y seguir caminando con esperanza, hay que guardarse una sonrisa pues para Dios nada hay imposible.
Autor: P. Pascual Soarin | Fuente: Catholic.net

Hay una canción preciosa de Juan Manuel Serrat que habla de una experiencia creo que común a toda persona con un poco de sensibilidad: la de la añoranza de los tiempos pasados, que de repente irrumpen en nuestra vida enganchados en pequeños detalles insignificantes, ante los cuales pasamos todos los días sin que nos digan nada, pero que un día, sin saber cómo ni porqué, son capaces de hacernos volver al pasado por unos instante y revivir unos momentos dulces que nunca volverán. Me permito el lujo de copiar algunos de esas estrofas tan simples como profundas y cargadas de vida:

“Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia,
pero su tren vendió boleto de ida vuelta.
Son aquellas pequeñas cosas
Que nos dejó un tiempo de rosas,
En un rincón, en un papel o en un cajón.
Son las que nos hacen llorar cuando nadie nos ve”.



¿Quien no ha sucumbido alguna vez ante un inesperado aroma que nos transporta a lo olores de nuestra niñez y juventud? ¿Quién no se ha emocionado alguna vez ante la letra o la música de una vieja canción que automáticamente nos hace pensar en los tiempos en los que no era tan vieja y a los momentos intensos bañados por ella? ¿O quien no se ha sorprendido abriendo una vieja caja de cartón o un viejo baúl, ante cien formas distintas de recuerdos prendidos en trozos de papel o de tela, en viejos juguetes, fotos o prendas de personas ya desaparecidas...?

Esta experiencia está cargada a la vez de una doble sensación: por una lado la recuperación agradable y placentera de un pasado, de unos momentos felices generalmente ligados a nuestra niñez o adolescencia, el agradecimiento por aquellos momentos y la constatación de que el tiempo transcurrido nos une a ellos.

No cabe la menor duda de que en un principio este suspiro del corazón pinta una leve sonrisa en nuestros labios, pero una sonrisa que es rápidamente apagada por la segunda y terrible experiencia, la de constatar que esos tiempos felices del pasado nunca volverán, la de caer en la cuenta de lo dramática y cruel que es la vida, que como un río incapaz de volver sobre su curso y abocado inexorablemente a morir en el mar del olvido, transcurre sin vuelta atrás.

Por un momento nos cautivó, nos dejó jugar de nuevo a ser niños, cerrar los ojos y viajar en el tiempo disfrutando del paisaje. Pero cuando los ojos se vuelven a abrir la realidad nos golpea con una agresividad brutal, pues ese viaje es sólo un espejismo que nos deja con lágrimas en los ojos y con el corazón lleno de melancolía.

He de confesar que durante mucho tiempo me hice el hombre duro y fuerte, incluso me atreví a dar consejo a aquel que sufría esta experiencia. Por mi trabajo me he visto abocado muchas veces a acompañar los momentos emocionalmente más intensos de la vida de las personas: el amanecer de una vida, el amor, la experiencia del dolor y de la muerte... Sólo cuando quedé al margen de esa “profesión” aparecieron en mi vida esos viejos fantasmas, caí en la cuenta de que el viejo Moisés también estaba en el desierto y de que él, al igual que su pueblo, también añoraba las cebollas de Egipto; tal vez no lo aparentara ni lo dijera, salvo en lo secreto de su oración, cuando a solas clamaba a Yahvé en lo alto de la montaña, sin dar pie a que su pueblo tuviera ni la más mínima sombra de sospecha de que su líder y jefe espiritual también suspiraba por el pasado como ellos. ¿Qué clase de líder sería? ¿Quién podría confiar en él?

Frente a esta experiencia también cabe dos opciones distintas que parecen claras: una sería la de tratar de volver atrás en el tiempo y si no es posible revivirlo, al menos intentar recuperar sus recuerdos creando otros nuevos lo más parecidos posibles. Sería algo así como dejar de caminar, buscar en el desierto el oasis o el paisaje que más recuerde a Egipto e instalarse en él para rehacer la vida.

La otra alternativa requiere algo de más fe, pues supone saber secarse las lágrimas del pasado, es más, convertirlas en lágrimas de agradecimiento, y seguir caminando únicamente apoyado en la promesa de una nueva tierra en la que no hay más garantía que una creencia y un camino que en si mismo está cargado de lecciones y de vida.

Parece claro que la única vía posible para recuperar la felicidad es la segunda, sin duda también la más difícil. Dejar pasar el tiempo de la tempestad es todo un arte que ha de hacerse con una entrega total, con absoluto abandono, lo cual no es difícil cuando nos vemos derrotados, hundidos, desesperados.

El sufrimiento sólo aparece mientras quedan restos de prepotencia en nosotros, mientras que nuestro orgullo no se ha agotado, pero cuando se ha llegado a este punto uno descubre misteriosamente que sólo queda la esperanza. Algunos se resisten a llamarla así y prefieren ver en este momento una proyección de nuestros sueños que no por consoladores son verdaderos, algo así como un autoengaño. Esa no es mi experiencia y es así que la ofrezco como un verdadero tesoro.

Si bien en nuestra vida hay problemas que nos llevan al fracaso, en nuestro espíritu no ocurre lo mismo y uno siempre puede abrirse a la dicha de ver como nuestros ojos se cierran mirando a lo alto, a un futuro en el que se cree por que se intuye, casi se palpa.

Moisés murió sin ver la tierra prometida pero consciente de que su pueblo entraría en ella y de que él también lo haría en el corazón de cada uno de sus hermanos. Es este un concepto precioso que en estos tiempos de individualismo no se valora lo suficiente. Me refiero al hecho de que somos PUEBLO, asamblea, de que nadie sufre ni goza solo y que el mayor de los desastres sobreviene cuando se trata de experimentar esta experiencia al margen de la familia en la que estamos entroncados, de los nuestros.

Ahora bien, qué hay cuando se entrega la vida sin sombra de futuro, cuando se cierra los ojos en el más absoluto de los fracasos. Dios no está ausente en esta experiencia. Cuando el desastre se escribe con mayúsculas y es definitivo todavía hay que guardarse una sonrisa para llevárnosla con nosotros, pues para Dios NADA hay que sea imposible. El que crea, que entregue su vida con confianza.

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domingo, 3 de abril de 2011

Los 50 de Fukushima

Ya no podemos ver Fukushima de cualquier manera: su historia ha cambiado.
Autor: Juan Alejandro Palacios, LC | Fuente: www.buenas-noticias.org


Ha impactado a todos la noticia: una ola enorme arrastró consigo la vida y las ilusiones de miles de japoneses. En un abrir y cerrar de ojos la fuerza del agua arrancó casas, arrastró barcos y coches, destruyó carreteras, rompió familias... Todo lo hizo sin pedir permiso, no tuvo compasión. Y así como llegó, se marchó.

Una de las ciudades más afectadas por el tsunami del pasado 11 de marzo fue la tristemente recordada Fukushima. Este lugar quedará en la historia como el blanco donde en 1945 cayera la primer bomba nuclear, donde el hombre se daría cuenta de su capacidad destructiva y salvaje. Ahora, uno de los reactores nucleares, que se encuentra en la planta nuclear Tokyo Electric Power (TEPCO), también sufrió los efectos del desastre natural y ha comenzado a emitir altas radiaciones.


Solamente pocas personas pueden saber lo que significa estar expuesto a radiaciones. Los efectos son inmediatos: pérdida de pelo, náuseas, vómitos, quemaduras y desplome del sistema inmunitario. Gran parte del agua potable ha quedado totalmente contaminada, en los supermercados la comida se vende por raciones.

Ante esta perspectiva, la única solución es controlar y regular los reactores nucleares, manteniendo activos los sistemas de refrigeración, un error puede generar una explosión y aumentar el tamaño de la catástrofe. Pero, ¿quién lo hace?

Cincuenta voluntarios de la compañía TEPCO, personas que también tienen familia, ideales, futuro, a las que tal vez nunca les hemos visto el rostro y que se ganan la vida día a día. Pero son conscientes de la situación general del país y asumen el riesgo de exponerse a las radiaciones para salvar a millones de personas que podrían verse afectadas por una posible explosión nuclear.

Uno de ellos, el francés Marc Faugeas, ha tomado este riesgo: «forma parte de mi trabajo, de mi responsabilidad. Es un riesgo asumido y conocido».

Mykola, un ingeniero, que hace 25 años presenció el desastre nuclear de Chernobil y que pudo escapar con vida, también ha querido poner su mano para este trabajo: «El general vino y dijo: “prefiero que se contaminen 2 mil personas y salvar a 200 millones”. Nos mandaron a trabajar al reactor, a limpiar los escombros. Ahora sólo la mitad de los hombres de mi unidad están vivos».

Lección de responsabilidad, de generosidad y de una valentía sin medida. Entre estos héroes hay un hombre con 59 años de edad que está a un año y medio de su jubilación.

Desde este momento, al recordar a Fukushima, quedará en la memoria la valentía y el tesón de estos cincuenta ingenieros. Tal vez su heroísmo pueda borrar la huella de la ciudad que había sido devastada por una explosión atómica 55 años atrás. Esta tarea les llevará semanas, tal vez meses; y probablemente las consecuencias de este riesgo les deje una honda huella en sus cuerpos, pero su corazón y su voluntad quedarán fortalecidas.

Detrás de cada uno de estos hombres se refleja el anhelo del corazón que busca, sin intenciones personales ni recompensas, el bien de personas que probablemente jamás en su vida han visto ni verán. Es ese anhelo de poner a los demás en primer lugar por encima de los propios intereses. No cabe duda que en todo hombre resuena esa voz: «no hay mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos». Ya no podemos ver Fukushima de cualquier manera: su historia ha cambiado.

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viernes, 25 de marzo de 2011

Mensaje con motivo del Día de la Vida 2011: Reeducarnos en la cultura de la vida

Esta acción educativa debe darse en todo ambiente pero, de manera especial, en la familia, pues nuestro Dios, que es Dios de la Vida, confió este don sagrado desde el principio al amor responsable del esposo y la esposa
Autor: Rodrigo Aguilar Martínez, Obispo de Tehuacán, Responsable de la Dimensión Episcopal de Vida | Fuente: Conferencia del Episcopado Mexicano, Dimensión Episcopal de Vida

25 de marzo de 2011
“Reeducarnos en la cultura de la vida”

El Día de la Vida, instituido por el Episcopado mexicano desde el año 2000 para celebrarse anualmente en México el 25 de marzo, en la Fiesta de la Anunciación del Señor, tiene este año una fuerza de gravedad especial que nos remite hacia el núcleo del Evangelio mismo: la vida nueva y plena que Cristo nos ofrece y que hoy, en nuestra Patria, parece estar olvidada y aun directamente confrontada.

Las palabras que el Papa Juan Pablo II escribiera en la Encíclica Evangelium vitae, cobran fuerza en nuestra patria: “Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio » de este conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida” (No. 28).

Una celebración viva y comprometida del Día de la Vida, con actitud de conversión y esperanza, nos exige previamente una reflexión profética sobre este escenario y sus causas: ¿cómo pudimos llegar hasta esta situación límite en la que unos pocos siembran el miedo y la sensación de impotencia ante la violencia y el crimen organizado? ¿Cómo es posible que se maneje el tema del aborto ya no como un delito sino como un derecho? “Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad” (Is 5, 20).


Los Obispos de México, en la Exhortación Pastoral “Que en Cristo nuestra paz México tenga vida digna”, afirmamos que “somos un pueblo que ama la vida”, y que “el comportamiento violento no es innato, se adquiere, se aprende y se desarrolla; en ello influye el contexto cultural en que crecen las personas” . En ese mismo documento analizamos las causas y los caminos que hay que emprender para construir todos y juntos la paz.

Después, en la Carta Pastoral “Conmemorar nuestra historia desde la Fe, para comprometernos hoy con nuestra patria”, recordamos que “la responsabilidad de promover la cultura y, especialmente, la cultura de la vida, debe ser una de las prioridades de nuestro trabajo pastoral” (No. 88), y que “junto con otros actores de la sociedad, participamos en la construcción de nuestra cultura. Ofrecemos la cultura de la vida, aportando lo que nos es más propio, a partir de la cosmovisión del mundo y sobre todo de la concepción que del hombre tenemos, que se caracteriza por su trascendencia, su dignidad inviolable y su realización eminentemente social” (No. 100).

De acuerdo a su naturaleza de ser buena nueva, el Evangelio de la Vida debe ser anunciado, celebrado y servido (cfr. EV, 28). Lo cual nos lleva a la pregunta: ante la situación que vivimos en México, ¿cómo podemos realizar esto? Si bien la acción evangelizadora que crea cultura de la vida es ante todo anuncio, la gravedad de los atentados de todo tipo que tienen lugar en México, exige una denuncia a nivel personal, eclesial y social, sobre todo para descubrir las causas de esta violencia, que no se reduce sólo a la delincuencia sino que alcanza hasta los ámbitos de la educación, la medicina y las legislaturas, ya que con la promoción y la realización de prácticas como la contracepción, el aborto y la eutanasia, y la legalización de algunas de ellas, violan la sacralidad de la vida, de la que sólo Dios es Autor y Dueño. No se excluyen los atentados contra la creación y la dignidad del ser humano en todas las etapas de su vida. Quizá lo más inquietante hoy día es que todo este ambiente contra la vida se puede llegar a ver como algo “normal”, pasando a la resignación y a la pasividad, lo cual podría ser una complicidad y un pecado de omisión por la sordera ante el grito de quien no puede defenderse; más grave todavía es que dichas prácticas se vean como signo de civilización y de progreso.

La celebración de la vida comienza con la valoración de la vida humana como algo sagrado, don gratuito del amor de Dios, Quien no sólo la ha creado sino que también en Cristo la ha redimido y llevado a su plenitud trascendente. Por eso debemos tener siempre la actitud de gratitud y de respeto a la vida en todas sus manifestaciones. Creemos en el “verdadero Dios por quien se vive” como nos lo anunció Santa María de Guadalupe; confesamos en el Credo que el Espíritu Santo es Señor y Dador de Vida, por lo que la preocupación por la promoción y defensa de la vida humana en todas sus etapas es expresión de la autenticidad de esta fe.

Hay muchas formas de servir la vida y, entre ellas, queremos recalcar la necesidad, especialmente entre los católicos, de reeducarnos para la cultura de la vida, reforzar el amor que le tenemos a la vida y asumir el desafío de empeñarnos decididamente en educar en la plenitud de la vida humana, en el respeto a ella en todas sus manifestaciones y etapas, comprometiéndonos a formar una nueva generación que conozca, ame y promueva la cultura de la vida, que la acoge y la custodie desde la concepción hasta su término natural, que la favorezca siempre, más aún si es débil o necesitada de ayuda. Esta acción educativa debe darse en todo ambiente pero, de manera especial, en la familia, pues nuestro Dios, que es Dios de la Vida, confió este don sagrado desde el principio al amor responsable del esposo y la esposa.

Para generar este ambiente de reeducación en la cultura de la vida, la Dimensión Episcopal para la Vida, invita a las Iglesias particulares a promover en todas las comunidades una reflexión sobre el tema, a suscitar asombro ante la gratuidad del don y generar una decidida opción y un generoso compromiso para trabajar por la vida; a suscitar alguna acción comunitaria que capte la atención de los medios: por ejemplo poner veladoras como signo de la vida en los atrios de las iglesias, elaborar algún distintivo sobre el valor de la vida para llevar en los coches o en la ropa o colocar en los muros. Animar a los católicos a que en los diferentes ambientes en donde se desenvuelvan en la vida cotidiana, promuevan acciones concretas a favor del amor y respeto a la vida humana. Se puede recurrir a campañas mediáticas, por ejemplo por mail, facebook, twitter, youtube, con mensajes para motivar a todos a reflexionar sobre la necesidad de promover, todos y juntos, la cultura de la vida.

Que el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, inspire y anime innumerables iniciativas en nuestra Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, que vayan madurando hasta consolidarse en sólidos procesos pastorales a favor de la vida.

Rodrigo Aguilar Martínez
Obispo de Tehuacán - Responsable de la
Dimensión Episcopal de Vida

Mons. Daniel Alberto Medina Pech
Secretario
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miércoles, 23 de marzo de 2011

¿Sacrificio? ¡Pareces un monje!

Sacrificarnos, abnegándonos en cosas lícitas, es entrenarnos, ejercitarnos en esa capacidad de amar
Autor: Jesús David Muñoz, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores

En la cafetería de una universidad conversaban dos chicos a la hora de la comida. De repente se acerca un tercero y se sienta al lado de sus compañeros para pasar con ellos el rato. Los dos primeros pidieron un buen plato de pasta a la matriciana. El recién llegado, sin embargo, pidió sólo un bocadillo y un vaso de agua.

Ante la admiración de los comensales, que le cuestionaron cuál era el motivo para tan drástica dieta, respondió sencillamente:
-Estoy haciendo un sacrificio por un amigo.
-¿Sacrificio? ¡Pareces un monje! - fue la respuesta que recibió a su “ridícula” explicación.

¿Fue un error haber dicho esto o efectivamente eso de sacrificarse sólo lo hacen los monjes?

En nuestra época hemos crecido con la mentalidad de buscar lo más cómodo para vivir sin batallar, del “abre fácil”, del “aprenda inglés sin esfuerzo”... Esto nos ha llevado a rehuir todo lo que cueste y de todo lo que signifique renuncia, ascesis, lucha, sacrificio y abnegación. Son palabras disonantes y desconocidas en muchos ámbitos, al menos por lo que se refiere a la experiencia de vida.

La enseñanza cristiana de caminar por la “vía estrecha porque es ancha y espaciosa la senda que conduce a la perdición” (cf. Lc 13,24) parece, por lo demás, anticuada y medieval para el común de los hombres de nuestro siglo. Cabe ahora preguntarse si, como bautizados, no hemos sabido explicar el verdadero sentido de la ascesis cristiana al hombre de hoy.

Partimos de un dato importante: Jesucristo no vino al mundo a eliminar el dolor; vino más bien a enseñarnos a afrontarlo para que sea para nosotros un medio de redención. Viviendo Él mismo una vida de sacrificio y renuncia, lo convirtió en el medio por excelencia de salvación.

Por lo mismo, en su intento por explicar a los hombres la “buena noticia”, el cristianismo no debe caer en el peligro de suavizar sus palabras. Efectivamente, Jesucristo habló de renuncia y de “tomar la cruz” (cf. Mt 10,28), palabras que no dejan de ser fuertes y exigentes, pues “el Reino de los Cielos sufre violencia y sólo los esforzados lo arrebatan” (Mt 11,12).

Para entender esto, es preciso ir al primer libro de la biblia. El libro del Génesis nos comenta que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza (cf. Gen 1,26). En el otro extremo de la revelación leemos en la primera carta de san Juan: “Dios es amor” (1Jn 4,8). Por lo tanto, si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, y Dios es amor, el hombre es un ser amable (capaz de ser amado) y amante (capaz de amar). La grandeza del hombre consiste en tener, entonces, la capacidad de amar.

Aquí se encuentra el origen de la explicación cristiana del sacrificio y de la renuncia: el amor. La Madre Teresa de Calcuta no se quedaba recogiendo bebés en los basureros de Calcuta porque fuera su hobby. Era un sacrificio que no tenía otra motivación que el amor.
Una de las características fundamentales del amor es la libertad. El amor, si es amor, tiene que ser libre, y todo acto libre tiene que provenir de la voluntad.

Desde estas sencillas nociones podemos darnos cuenta de que hacer actos voluntarios de sacrificio por el prójimo o incluso para conseguir una virtud, desarraigar un defecto, dominar las malas inclinaciones o formar la voluntad, tiene la única finalidad de enseñarnos a amar.

El entonces cardenal Ratzinger, fijándose en la traducción del griego al inglés de la palabra ascesis (training), decía que dominarse a sí mismo en el dolor y buscar el sacrificio es precisamente un “entrenamiento” (cf. J. Ratzinger, Un nuevo canto para el Señor, Sígueme, Salamanca 2005, p. 191).

Por lo tanto, sacrificarnos, abnegándonos en cosas lícitas, es entrenarnos, ejercitarnos en esa capacidad de amar. De esta manera estaremos preparados para cuando lleguen adversidades, momentos en los que la respuesta más difícil, pero la única justa, sea el amor.

El objetivo no es soportar o buscar como masoquistas el dolor, sino aprender a amar; porque, como decía Lorenzo Scúpoli en su libro El combate espiritual, “el que no se abniega en lo lícito, no se abnegará en lo ilícito”. O mejor, parafraseando el evangelio: “quien es fiel en lo poco, será fiel en lo mucho” (cf. Mt 25,21-26).
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