viernes, 25 de diciembre de 2009
RECUERDOS DE UNA NAVIDAD
No lo creí. El Niño Jesús tenia cosas más importantes que hacer con su tiempo que observar si yo era un niño bueno o malo. Aún con mi limitada sabiduría de un niño de siete años, había decidido que, en el mejor de los casos, sólo podía vigilar a dos o tres muchachos a la vez. Y, sin embargo, mamá, que sabía todo, me había repetido una y otra vez que? sabía, veía y evaluaba todas nuestras acciones y que no podíamos compararlo con cualquier cosa que pudiéramos entender nosotros, los seres humanos.
En esta Época navideña en particular, mi comportamiento de un niño siete años era todo menos ejemplar. Mis hermanos y hermanas, todos mayores que yo, por lo visto nunca causaban problemas. En cambio yo siempre estaba en medio de todos los problemas. En pocas palabras, era un niño malcriado.
Cuando menos un mes antes de la Navidad, mamá me advertía: "Te estás portando muy mal, Felice. De modo que me amonestaba, más vale que cambies tu comportamiento. Yo no puedo portarme bien por ti. Sólo tu puedes optar por ser un buen niño".
"¡Que me importa!", contestaba yo - . De todos modos el Niño Jesús nunca me trae lo que quiero.
Mis amigos recibían bicicletas, rompecabezas, bastones de caramelo y guantes de béisbol, yo recibía manzanas, naranjas, nueces surtidas y algunas castañas, tan duras como las piedras. Durante las siguientes semanas hacía muy poco para mejorar mi comportamiento.
Como sucede en la mayoría de los hogares, la Nochebuena era mágica. A pesar de que éramos muy pobres, siempre teníamos comida especial para la cena. Como somos una familia católica, todos íbamos a confesarnos y después nos dedicábamos a decorar el árbol. La noche terminaba con una pequeña copa del maravilloso ponche de mamá. No importaba que tuviera un poco de frutas; la Navidad sólo llegaba una vez al año!
Fue cuestión de minutos, después de escuchar los primeros movimientos, para que todos nos levantáramos y saliéramos disparados hacia el patio donde estaban colgadas nuestras medias y debajo de éstas se encontraban nuestros brillantes zapatos recién lustrados.
Todo estaba tal como lo habíamos dejado la noche anterior. Excepto que las medias y los zapatos estaban llenos hasta el tope con los generosos regalos... es decir, todos excepto los míos. Mis zapatos, muy brillantes, estaban vacíos. Mis medias colgaban sueltas en el tendedero y también estaban vacías.
Alcancé a ver las miradas de horror en los rostros de mi hermano y mis hermanas. Todos nos detuvimos paralizados. Todos los ojos se dirigieron hacia mamá y papá y luego regresaron a mí.
- Ah, lo sabía - dijo mamá -. A Jesús no se le va nada. El sólo nos deja lo que merecemos.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mis hermanas trataron de abrazarme para consolarme, pero las rechacé con furia. Me dejé caer en los brazos de mamá. Ella era una mujer voluminosa y su regazo me había salvado de la desesperación y de la soledad en muchas ocasiones. Noté que ella también lloraba mientras me consolaba. También papá. Los sollozos de mis hermanas y los lloriqueos de mi hermano llenaron el silencio de la mañana.
Después de un rato, mi madre dijo, como si estuviera hablando con ella misma:
- No le quedó alternativa a Jesús. Tal vez el próximo año Felice decida portarse mejor.
De inmediato todos vaciaron el contenido de sus zapatos y medias en mi regazo.
- Ten, me dijeron -, toma esto.
- Felice, -me dijo , ¿entiendes por qué Jesús no pudo dejarte regalos?
- Si, respondí.
- Jesús nos recuerda que siempre tendremos lo que merecemos. No podemos evadirlo. Algunas veces resulta difícil entenderlo y nos duele y lloramos. Pero nos enseña lo que está bien hecho y lo que está mal y, así, cada año seremos mejores.
No estoy muy seguro de haber entendido en aquellos momentos lo que mamá quiso decirme. Sólo estaba seguro de que yo era amado; que me habían perdonado por cualquier cosa que hubiese hecho y que siempre me darían otra oportunidad.
Jamás he olvidado aquella Navidad tan lejana. Desde entonces, he llegado a comprender que he sido egoísta, malcriado, imprudente y quizá, en ocasiones, hasta cruel... pero nunca olvidé que cuando hay perdón, cuando las cosas se comparten, cuando se da otra oportunidad y amor sin límite, ¡Jesús siempre está presente y siempre es Navidad.!
Anonimo
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martes, 8 de diciembre de 2009
Su nombre era "Cubo de agua"
Su nombre era "Cubo de agua"
Se dirigió al hospital más cercano para abortar. Le dieron cita y hora. La operación sería al día siguiente. Sólo le pidieron algo: que llevara un cubo de agua.
Autor: Fernando Magallanes, L.C. | Fuente: www.buenas-noticias.org
En 1997, Juan Pablo II visitó la ciudad de Sarajevo, flagelada por la fratricida guerra de los Balcanes. Celebró la santa misa en el estadio de la ciudad. Entre el frío y la capa de nieve, sumergidos entre la concurrencia, estaba presente una mujer con su hijito. Este niñito era especial. Su nombre, era “Cubo de agua”, en serbo-croata.
Este peculiar nombre era la coronación de la grandiosa hazaña de su madre. El niño fue concebido durante la etapa más dura del asedio de la ciudad. Cuando su madre se dio cuenta de que estaba embarazada, decidió abortar. Ya tenía 2 hijos ¿Para qué otro más? Todos los servicios públicos habían sido destruidos: agua, luz, teléfono. Esta pobre mujer, para atender a sus dos hijos, se jugaba la vida cada día. Salía diariamente de su casa, entre escombros y ruinas, para llegar a una fuente cercana, llenar un cubo de agua, y volver con él hasta su vivienda. Nunca era suficiente uno solo. Con él preparaba la comida y daba de beber a sus hijos, lavaba la poca ropa que tenían, atendía sus necesidades.
Literalmente se jugaba cada día la vida. Algún francotirador de los alrededores podía gastar su tiempo encuadrando en la mira de su arma a la mujer. Era común en su trayecto diario, escuchar disparos, sollozos, llanto, muerte.
Se dirigió al hospital más cercano para abortar. Le dieron cita y hora. La operación sería al día siguiente. ¿Tenía alguna razón para abortar?, ¿le preguntaron el motivo? Únicamente hacía falta mirar alrededor: sangre, angustia, horror. Bastaba con sólo ver la mirada aterrada y sin esperanza de las personas. ¿Para qué traer a la inclemente vida a un inocente? Las circunstancias parecían dar razón suficiente para justificar la amarga decisión.
Sólo le pidieron algo: que llevara un cubo de agua. Con éste se consumaría la operación, pues las condiciones sanitarias eran pésimas. Cada cual debía costear algo de su propia operación. Y volvió a su casa pensando en esto: - Este cubo de agua que necesitaré para la operación y que matará a mi hijo es el mismo con el que logro que vivan mis otros hijos. Un cubo de agua es la vida, un cubo de agua es la muerte un cubo de agua
¿Qué ocurrió? La madre decidió con valentía seguir adelante con su embarazo. No se presentó en el hospital. Y al cabo de unos meses, trajo al mundo a su pequeño hijo. Le dio el nombre de “Cubo de agua”, como coronado la inmensa hazaña de su corazón valiente. El pequeño y su madre, años más tarde, contemplaban al peregrino de la esperanza, que venía a traer el mensaje de paz y reconciliación a su desgarrada patria.
¡Cuántas madres hay que realizan tales hazañas de amor! ¿Quiénes son los beneficiados? Sus hijos. Tal vez las todas las madres no siempre se hallen en las mismas circunstancias, pero el corazón y el amor maternales son los mismos. Tal vez esa sea la hazaña de nuestras propias madres: amar a sus propios hijos con un corazón valiente, sin importar el coste o el dolor, en los momentos fáciles y en los difíciles. Y el acto heroico de la madre de “Cubo de agua” es una de ellas.
Con datos del libro ¡Adiós, Juan Pablo amigo!, de Paloma Gómez Borrero, (Plaza & Janes, 2005). Sigue leyendo
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